A lo largo de la historia, en Occidente el azul ha sido el color femenino por excelencia. El motivo es que en su día se decidió pintar a la supuesta virgen María vestida de azul. Y digo que “se decidió” porque lo más probable es que fuera con algún atuendo tirando hacia la gama de los tonos crema. No obstante, el añil tuvo tan buena acogida que, desde entonces, princesas y toda dama de la nobleza se vistieron de azul para emular las políticamente deseadas virtudes de aquella madre virgen –es decir, para aspirar a un ideal imposible de lograr en el mundo terrenal–.
¿Pero si las mujeres de la alta alcurnia vestían de azul, de qué tono estaba repleto entonces el armario masculino? De rojo, en este caso. Encumbrado por los romanos, el carmesí pasó a simbolizar el poder, la fuerza y la magnificencia, de ahí que nobles, reyes y emperadores hayan sido tradicionalmente representados con ropajes de dicha tonalidad. Y claro, como los niños eran hombres en potencia, se les vestía de rosa, una tonalidad de la misma gama cromática, pero menos definida.
Así transcurrieron los años, siglos y milenios con contadas excepciones a la norma, como la de Madame Pompadour en el siglo XVIII, amante oficial del Rey Luis XV y a quien a menudo se atribuye como una de las primeras referencias al rosa como color femenino, o la de la diseñadora Elsa Schiaparelli a principios del siglo XX. Hasta que, con el comienzo de los grandes conflictos bélicos, los soldados de la marina y el aire se uniformaron de azul, pasando a representar las virtudes atribuidas a la masculinidad hegemónica: valor, fuerza y heroísmo. Y por arte de birlibirloque, la masculinidad y la feminidad se intercambiaron unos colores con 2.000 años de historia.
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