Tal y como explicaba Jesús Calleja en el programa Chester, se trata de una cuestión física: cuanto mayor es la altitud, menor es la presión, lo que da lugar a un descenso en el aporte de oxígenos a los tejidos. Este fenómeno, comúnmente conocido como mal de altura o hipoxia, hace que una sangre más espesa de lo habitual se concentre en los cuerpos cavernosos, lo que ligado a un mayor porcentaje de glóbulos rojos en sangre produce erecciones bestiales. Además, la hipoxia también da un mayor “regustín” por la falta de aire, según Calleja.
Sin embargo, por idílico que pudiera parecer, la hipoxia no es conocida como mal de altura por resultar inofensiva. Este fenómeno compromete las funciones del organismo, provocando la disminución del rendimiento mental que reduce el juicio, la memoria y la realización de movimientos motores, entre otros. De ahí que en los campamentos de alta montaña en ocasiones se organicen competiciones de erecciones para “darlo todo”. Aunque con límites, por supuesto.
¿Significa esto que si ascendemos hasta el infinito y más allá podríamos competir con el de Hulk? Me temo que tendréis que seguir buscando la fórmula, porque al menos en el espacio no encontraréis la solución. Es más, allí arriba sucede todo lo contrario: a diferencia de la estatura -en el espacio los humanos tendemos a crecer unos centímetros-, la microgravedad reduce la presión sanguínea dificultando así las erecciones. Y la caída de los niveles de testosterona de los astronautas, por supuesto, tampoco ayuda. Pero sobre esto ya profundizaremos en otra ocasión. Mientras tanto, si todavía no estáis preparando los bártulos de acampada, no sé a qué estáis esperando.