El primero supuestamente murió de un ataque cardíaco cuando mantenía relaciones coitales con una matrona romana. El segundo, a los cincuenta y tres años de edad, mientras sodomizaba a un joven mozo de las caballerizas papales. Y al tercero, con sesenta y ocho años, su corazón no pudo resistir las acometidas de su joven y musculoso amante, el cardenal Innocenzo del Monte.
Sin embargo, las muertes por un ataque cardíaco no son las únicas muertes en las que están presentes los deseos carnales de los pontífices. Por ejemplo, Juan VIII (Papa nº107, de 872 a 882) murió apaleado a martillazos por el padre y el suegro de la esposa de su amante, un joven de familia noble, para evitarle a ella una situación ciertamente incómoda para la época. Eso sí: todo ello para rematar su primer intento de asesinato a través del envenenamiento.
Juan XIII (Papa nº133, de 965 a 972) murió en unas condiciones similares cuando fue sorprendido en pleno adulterio por el marido de la amante con la que se encontraba fornicando. En la lucha que se desató, el esposo consiguió apuñalar al Papa en el corazón, llevándolo a la tumba.
Pero si bien estos casos son los más conocidos por acabar con una muerte trágica, no son los únicos delitos papales relacionados con los placeres carnales según su propio código. Tal y como se recoge en Los Papas y el Sexo, hasta donde se sabe se pueden enumerar hasta 22 pontífices andrerastas –es decir, que deseaban a otros hombres–, diez incestuosos –sin tener en cuenta su orientación sexual del deseo erótico–, 20 sádicos y masoquitas, 17 con un deseo pederasta –o al menos, que llevaban a cabo prácticas con infantes–, diez proxenetas, nueve violadores, siete fetichistas y un zoorasta. Y todo ello, por supuesto, sin contar aquellos Papas hijos de curas e incluso de pontífices anteriores y los que se unieron en sagrado matrimonio. Porque como era de esperar: consejos doy y para mí no tengo –sin entrar a valorar la (in)moralidad de cada uno de ellos–.