«En un tiempo remoto, nuestros antepasados ignoraban el uso del sexo. Había mujeres pero nadie les prestaba atención, al menos en lo que las diferencia de los hombres. Sin embargo, un día, un joven más curioso que los demás, mientras conversaba con una muchacha, se fijó en su entrepierna y lo que vio sí le llamo la atención.
—¿Qué tienes ahí? –le preguntó.
—No sé –contestó–, siempre he sido así.
Él lo miró más de cerca y concluyó que debía ser una llaga, así que más valía curarla lo antes posible.
—Ponte a dieta –recomendó a la joven–. Acuéstate y ayuna hasta que encontremos el remedio para curar esa fea llaga.
La muchacha cogió su hamaca y se puso a dieta. Le prohibieron todo lo que al madurar o al ser cocinado pudiese rajarse o abrirse. Entonces, todos los hombres dotados de razón se reunieron para examinar la llaga, pero vieron que no había sanado, así que uno a uno se adentraron en el bosque para poder encontrar plantas, hojas, raíces y conseguir sanar aquello. Pero por mucho que intentasen, no conseguían que la llaga desapareciese.
El muchacho curioso, el descubridor de la llaga, era el único que no había probado un remedio. Se adentró en el bosque y, mientras lo recorría, escuchó el alboroto de unos monos. Enseguida aparecieron dos de ellos persiguiéndose. De repente, uno de ellos se puso encima del otro y empezaron a copular.
¡Caray!, pensó el joven. Entonces, no es una llaga! Es un…. Y en ese momento inventó el término sexo de mujer [lo que nosotros llamamos vulva].
Asombrado por su descubrimiento, reunió a todos los curanderos y les contó la historia. Ellos, deslumbrados, le dijeron que si los animales lo hacían así, los humanos también debían practicarlo y le pidieron que lo ensayase. Entonces, el muchacho se reunió con la joven en su hamaca. La acomodó tal como la mona se había dispuesto y repitió punto por punto la actitud del macho. Este acontecimiento tuvo tal éxito, sobre todo entre las mujeres, que todas ellas quisieron probarlo».
Así fue como los jíbaros descubrieron el sexo.