Si nos da por actualizar al siglo XXI la historia de María de Nazaret podría ser realmente uno de esos personajes trágicos de telenovela. Pobre judía adolescente residente en Israel, se casa por obligación con un no tan pobre anciano carpintero con disfunción eréctil. Insatisfecha, centra todos sus esfuerzos en las tareas del hogar mientras José se va todo el día a pastar con su rebaño. Como no sale mucho de casa, comienza a llenar su soledad con voces que le dicen que es especial y, para el colmo, a los 14 años se queda embaraza por arte de magia –quiero decir, por la gracia de dios–. Cuando José se entera de que María está preñada, se plantea seriamente echarla de casa, que no divorciarse, porque no puede –dado que ambos son muy religiosos y como nunca han consumado su matrimonio, no están casados a los ojos de su dios–. Pero como hasta el momento su matrimonio de conveniencia ha funcionado correctamente, deciden seguir adelante con la esperanza de que ese bebé mejore o, al menos, mantenga su estilo de vida.
Por extraño que resulte, así es como la Iglesia Católica justifica a día de hoy la virginidad perpetua de María: con un José anciano y con disfunción eréctil, una María devota y un matrimonio de pega que, técnicamente, la convierte en una madre soltera según su propia normativa. Aunque con otras palabras, por supuesto. Y todo ello, más allá de los debates sobre la existencia de estos personajes o sobre los factores que influyeron en la concepción de Jesús, por defender a cetro y sotana la virginidad de María. ¿Pero de dónde viene esta sagrada obsesión?
Explicar por qué la tradición judeocristiana ha tendido a comprender cualquier práctica hedónica como impura –y por tanto, la pérdida de la virginidad como pecado– merece sin duda un extenso artículo aparte. También por qué reducimos las numerosas virginidades a una singular y por qué estas han sido entendidas como prescripción en vez de como valor. Mas puestos a simplificar lo complejo, resumámoslo en que un influyente santurrón se obcecó con el tema allá por el siglo IV de la Era Común.
Fue durante esa época en la que Roma se cristianizó y Cristo se romanizó. Hasta entonces, María había sido dentro de lo que cabe una mortal más y, como tal, sucumbido y gozado de los placeres de la carne. Pero un tal Agustín de Hipona, padre de la Iglesia Católica, se ofuscó con que María de Nazaret no podía haber concebido al hijo de su dios mediante un acto que produce mácula. E insistió e insistió hasta que la gente le dio pábulo y la Iglesia terminó decidiendo que había que considerar a María como una virgen. Y así, por arte de birlibirloque y con justificaciones irrisorias, María se convirtió en virgen en el siglo IV.